Observo, aprendo, observo, aprendo:
Leer el libro de Malcom Gladwell, What the dog saw (Lo que el perro vio), logró exactamente lo que cualquier escritor quiere. Conforme pasaba las páginas, mi punto de vista del mundo iba cambiando, porque yo iba aprendiendo. El libro, por si no lo han leído, trata de ideas, nada más. Sencillamente nos explica cómo cierta gente, ciertos genios menores que han cambiado nuestra perspectiva del mundo con detalles tan lógicos, obvios, que cuando nos cuentan, decimos: ¿por qué a mí no se me ocurrió? ¿Por qué he vivido todo este tiempo con esta percepción del mundo? ¿Por qué no puedo amaestrar un perro? ¿Por qué me gusta la mostaza barata y no la cara?
Pero no les voy a describir el libro, mejor lo leen. No puedo quitarle crédito a Gladwell por su obra ideal para cualquier que quiere aprender de lo que sea. Ahora escribo más bien de lo que he aprendido conforme leo el libro, porque no lo he terminado, y eso dice mucho (basta ya de piropos hacia Gladwell, es difícil, pero tengo que limitarme).
Nosotros somos ciegos. Hemos dejado de observar el mundo como deberíamos y eso hace que poco a poco aprendamos menos. No significa que seamos más tontos, sencillamente somos menos inteligentes. Conforme avanzamos en una era en donde el conocimiento parece ser vasto y disponible para cualquiera, tomamos por garantizado el hecho de que todo lo vamos a ver eventualmente, ya sea por internet, o…por internet, tal vez por la tele, pero usualmente por internet.
No podríamos estar más equivocados.
Lo que más vamos a aprender es lo que vamos a observar, lo que no podemos ver detrás del monitor de una computadora y esto se debe a que no somos máquinas, somos humanos. Pero somos humanos que hemos cambiado, dentro de nuestra sociedad, se nos impone que conforme nos convertimos en adultos, tenemos que observar menos y acumular más; sea lo que sea, tenemos que acumular: ganancias, conocimiento, experiencia, tecnología, casas, carros, hijos, lo que sea, pero hay que acumular, y no observar lo que nos rodea.
Esto es inverso a lo que debería ser el conocimiento, en donde cada cosa que yo acumulo, debería ser observada desde cada aspecto posible: ¿me sirve tenerlo? ¿Me va a gustar? O algo tan sencillo como ¿es realmente mío? ¿O le pertenece a la sociedad que me lo prestó por unos años?
Durante este viaje en el exterior, observé, analicé, y aprendí bastante, más de lo que pensaba que iría a aprender en una capacitación de equipo médico. Esto gracias a un libro; no sólo su contenido, ni la prosa utilizada que combina estilos de narrativa y de análisis científico, que logra crear una novela basada en un análisis de fenómenos sociales, culturales y psicológicos. Es la famosa “non fiction novel”, considerada la más difícil de lograr escribir en la literatura en inglés.
De nuevo me desvío, por andar piropeando.
¿Cómo me ayudó el libro? Bueno, pues me ayudó porque yo estaba solo, mis compañeros de trabajo se tuvieron que ir antes y quedé solo en otro país, todo lo tenía que yo solo, almorzar, cenar, ir a la piscina del hotel, ir de compras para sanar la sed que me da este calor tejano, hasta la vida social: fui a un bar de comedia solo, pero no me molestó, más bien me encantó porque pude observar.
Para cuantificar a qué me refiero con observar, voy a mencionar tres ejemplos que pueden considerarse cotidianos, comunes, hasta aburridos, al menos yo los hubiera considerado así, y realmente no lo son, son fuentes geniales de entretenimiento, de aprendizaje, hasta de humor (un poco retorcido, pero humor aún así).
El primer ejemplo: el golfista.
En el vuelo de Houston a San Antonio, pensé que me tocaría estar en la fila completamente solo, algo que amo y anhelo en todos los vuelos porque me permite estirar las piernas y estar cómodo. Ya se iba a cerrar la puerta, todo parecía indicar que así sería.
De repente llega esa sensación de que entró el pasajero que se sentaría a la par mía, con sólo verle los ojos claros, con cierto estrés por llegar tarde, se me delató que mi esperanza de tener la fila para mí sería en vano. Por dicha era sólo un viaje de cuarenta y cinco minutos.
Pero había algo diferente en el pasajero, algo que me decía que no era cualquier persona. Se sentó a la par mía, disculpándose por haberme movido (cosa que no me molestó), e inmediatamente sacó su celular y computadora. Los puso en la mesa y se puso a anotar múltiples datos. Tenía una camisa de Titleist, una gorra de Titleist y un pantalón caqui.
Sonrió cuando vio un número, pero se puso serio cuando vio otro. A regañadientes tuvo que guardar sus dispositivos electrónicos durante el despegue.
¿Qué veía? No sé, pero asumí que era de importancia para él.
Me puse a leer.
A mitad de vuelo, me dijo que el libro era bueno (Gladwell), yo le dije que sí, muy bueno, que me encantaba y que lo estaba leyendo súper rápido, no podía despejarme de las páginas.
Luego nos silenciamos.
Antes de aterrizar, le pregunté sobre su celular, ¿qué tan bueno era? ¿era fácil de usar? ¿Era caro? No le pregunté, por mera decencia, qué era lo que revisaba, pero me enseñó la pantalla rápidamente para que yo viera cómo se comportaba el teléfono.
Estaba revisando datos de golf.
Me dijo que sí, que era confiable, pero me dijo: “no es un IPhone”, señaló mi computadora (una Mac) y sonrió. Él asumió que yo tenía un IPhone pero saqué mi confiable Nokia, rayado y sucio, y le sonreyí: “yo sé, esto tampoco es un IPhone.” Sonrió como medio apenado, pero luego se rió. En ningún punto, él me preguntó por mi celular, ni por mi computadora, ni por mi visita a San Antonio, sólo me preguntó por el libro; observó que yo leía y le pareció interesante.
Resaltó que él necesitaba estar comunicado casi siempre, que el celular de él no servía a veces, y que eso lo decepcionaba. Que lo utilizaba para leer de vez en cuando pero era muy incómodo, y que había perdido el Nook en otro aeropuerto (o Kindle, no me acuerdo realmente). Le dije: “lo mejor es andar un libro, lo prefiero así.”
Estuvo de acuerdo, le dije que me gustaba escribir y siempre sentía que las hojas daban una sensación de propiedad que cualquier dispositivo no podía dar. Aterrizamos y cada uno se fue por su propio camino. En la salida del equipaje, me lo volví a encontrar, pero de lejos, estaba en una tienda comprándose un libro.
Cuando iba camino al hotel, me quedé pensando en él. Algo había que no podía explicar, en algún lado lo había visto, había leído algo de él, estaba seguro. Un nombre seguía surcando mi mente, como retándome a buscarlo.
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Lo sabía, lo sabía, lo sabía. Maldita sea, le debí haber preguntado.
Era el golfista profesional Phil Mickelson. El papá de mi novia ama el golf, y hubiera sido muy agradable conseguirle el autógrafo de un golfista de la PGA que se compró un libro en la tienda del aeropuerto y pude conversar con él.
Observé cómo se comportaba, qué hacía, ciertos rasgos, hasta su ropa. Si no lo hubiera hecho, no me hubiera dado cuenta que era quién era, sencillamente hubiera sido una conversación normal y corriente, hubiera sido cualquier otra persona.
Otro país:
Ahora bien, estar en otro país puede estresar a cierta gente, ya sea por la cultura, el clima, el motivo del viaje, o meramente el hecho de estar fuera de la casa. A mí me encanta, porque me rodeo de gente que casi nunca veo y que, lo más probable, nunca volveré a ver: gente fea, gorda, bonita, flaca, alta, baja, ruidosa, nerviosa, tímida, confiada, de todo. Y mejor aún es estar solo en otro país, porque no tengo el sesgo de gente conocida, no tengo algo que me modifique el punto de vista que tengo, o voy a tener, sobre la gente.
Tomemos mi sábado por la noche como ejemplo. No tenía nada que hacer, la inspiración para escribir se me había ido, no sentía esa chispa por crear y hacer una corrección de mi novela en inglés me parecía ligeramente aburrido (es la cuarta revisión, y cansa de vez en cuando). Decidí entonces salir a un bar de comedia, un lugar en donde podría estar solo, tranquilo y reírme (eso esperaba) bastante. Pero nunca pensé que fuera a aprender tanto de lo que vi. Había estado devorando las páginas del libro durante todo el día y en la noche, todavía había choques eléctricos en mi mente que resonaban, instigándome, activando el deseo de observar.
Tenía, después de todo, el escenario perfecto.
Me senté en una esquina, con dos sureños (pero no tejanos) enfrente, Bill y Caroline. Nunca los había visto y no los volvería a ver pero los saludé, me saludaron y eso fue todo. Después hablamos poco, pero nada significativo. A mi izquierda tenía a una pareja, ella mayor que él, de gringos jóvenes. Ella tal vez quería ser madre, él tal vez extrañaba a su madre, fuera lo que fuera, la diferencia de edades era suficiente para causar intriga.
Nunca se hablaron en toda la noche. Ambos veían su celular, ocasionalmente se daban un beso y corrían sus manos por las piernas, como queriendo indagar si pasaría algo más tarde. Él se perdía, no la veía, pero a ella no molestaba, hacía lo mismo. De hecho, nadie los veía de manera burlona, agresiva, tan siquiera intrigada, porque muchos hacían lo mismo.
Luego estaba la mesera, joven, bonita, pero insegura. Lo más probable odiaba su trabajo, las pachucadas que le decían, el riesgo de que algo le fuera a pasar, pero sabía que así podría pagarse una carrera, enfermería tal vez, o educación especial, lo que fuera. Se llamaba Kimberly Cruz, morena, bajita, pelo negro, y un acento de latina que no podría esconder ni en cien años de estar en Estados Unidos.
Le hablé en español, me contestó en inglés. Bill y Caroline se fueron a comprar comida antes de que comenzara el show, me pidieron cuidarles el campo. Llegó con mi orden, y me habló en español. Poco antes de finalizar el intermedio, decidí hacer un experimento: pediría otra cerveza, con Bill y Caroline enfrente. Me habló en inglés. Cuando iba saliendo, me sonrió por primera vez, ella estaba por la puerta, yo iba solo, se despidió en español.
Durante el show, Bill y Caroline, ambos señores como había dicho, se rieron del comediante Jay Lamar, un californiano blanco cachetón, como niñito que no puede dejar los confites, que sólo se burlaba de los mexicanos, del calor tejano y de cómo en los estados del sur, se sudaba pero no se adelgazaba. No se rieron del comediante Darrell Joyce, un comediante negro, de alto calibre (HBO, Showtime, BET) que se burló de los mexicanos, de los negros y del calor tejano que hacía que los negros fueran ligeramente menos atractivos, ¿no es lo mismo?
En esa noche, en un bar de otro país, aprendí que la gente realmente no quiere tener contacto, sólo el pretexto de contacto, para cuando lo necesitan. Un ocasional beso, sexo, comodidad, lo que sea. Tampoco necesitan representar a su raza, porque pierden su noción de “respeto” en la sociedad, que es una sociedad que realmente no aprecia a una mesera en el medio de San Antonio, que sólo quiere poder vivir tranquila, pero que el único momento en el que puede es cuando nadie la observa, en una puerta oscura de la salida de un bar. Que los puristas no quieren perder su reinado, aunque saben que poco a poco, tal vez en veinte años, ellos serán la minoría, pero que aún así serán siendo superiores, bueno, al menos eso piensan.
El niño:
Si pueden, busquen un niño o niña de no más de cinco años. No se le acerquen, si es su hijo o hija, aún mejor, así lo conocerán mejor. Sólo vean, OBSERVEN y tengan un cuaderno a mano: cuenten la cantidad de veces que él observa el mundo que tiene alrededor. Ahora, busquen a un joven de veinte años, no menos, pero máximo veinticinco. Cuenten la cantidad de veces que él o ella observa el mundo alrededor y apunten los datos. Finalmente, busquen a un señor de setenta años, aproximadamente, y fíjense cuántas veces observa el mundo que tiene alrededor.
La diferencia es abismal.
El niño observa porque no conoce el mundo que lo rodea y quiere conocerlo, para él o ella, todos los colores significan algo, todos los sonidos son algo que tiene que ver, que tiene que buscar y que tiene que conocer. Al escuchar un motor ruidoso, o una sirena, se dirige hacia dónde se originó el sonido. Si ve un pájaro, lo sigue con sus ojos (o corriendo) y cuando éste vuela, él no se detiene, sigue corriendo. Cuando ve a alguien con anteojos, muy alto, leyendo un libro mientras camina, también lo ve, se asusta pero lo ve.
El joven no le interesa mucho lo que lo rodea y sólo busca lo que quiere, observa mujeres, carros, cosas electrónicas de la última tecnología, pero no observa, por ejemplo, que los patos del canal de San Antonio siempre tienen una pluma azul del lado derecho pero no una al lado izquierdo, ¿por qué? Tampoco observa que poco a poco su grupo de amigos se va separando al punto que eran seis y ahora quedan tres grupos que no se hablan, pero sí observan a una muchacha con vestido corto que camina enfrente, con un contoneo atractivo, llamando a todos los hombres alrededor, pero anda con novio.
El señor no quiere observar el mundo, él sólo ve su camino, su dirección y hacia dónde quiere ir. Ya ha visto suficiente en su vida y sabe que tratar de ver más probablemente le deje decepción, o eso es lo que él piensa. No se da cuenta que hay una joven asiática que quiere ayudarle a cruzar la calle, más bien la ignora, pero al ver que no reaccionó, me permite creer que ni la escuchó.
Ella se va decepcionada, pensando que el mundo entero la observó, y que se burla de ella, cuando realmente nadie la vio, sólo un hombre en una banca del parque, que tomó un descanso del libro que leía para observar el libro que es el mundo que lo rodea.
Un mundo que seguirá girando y girando, las lecciones seguirán pasando, los hechos girarán, sin importarle que nosotros observemos o no.
(Él o la que no vio la sonrisa mal escrita, escriba sonreír y conjúguelo veinte veces).